Aquél domingo

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Santo Domingo, es un pueblo santefecino al que tal vez nunca hubiera conocido, ya que no me agradan los paisajes campestres ni los pueblos chicos, ni siquiera aquél en el que nací, aunque lo que digo no sea políticamente correcto. Sin embargo lo conocí.

Fue en ocasión del concurso del Asador Provincial en el que participaba mi sobrino Nico y cómo no acompañarlo estando tan cerca.

Ese domingo se presentaba con temperatura agradable, pero nublado y amenazando lluvia. Llegamos al lugar del torneo – una escuela agrotécnica- y allí estaban veintiséis parrilleros listos para competir por el primer premio. Debajo de metros y metros de tela sombra, largos tablones y sillas preparados para que los asistentes disfrutáramos luego de esas delicias que lentamente se cocinaban.

Un improvisado escenario, un animador entusiasta, un conjunto folclórico y la elección de la reina del certamen ocuparon la mañana. Yo miraba el cielo que estaba por descargar su lluvia y pensaba que en cuanto se otorgaran los premios podríamos volvernos…

A poco de comenzar a almorzar, una llovizna leve comenzó a manchar los papeles que a modo de manteles cubrían los tablones y entonces pensé: pronto tendremos que irnos…

Sin embargo, lentamente se despejó el cielo y hasta salió tímidamente el sol. Arrancó el baile, chamamé, cumbia, en una pista de césped todavía humedecido por la lluvia.

En primera instancia comencé a mirar a los bailarines, confieso que casi con espíritu crítico: algunos con sus ropas de gaucho, rastras atravesadas por su facón, sombreros, boinas; otros con tatuajes, otros con barba y bigote al estilo vikingo; parejas que se encontraban y se saludaban mutuamente sin perder el ritmo ni la alegría. ?

Sin embargo, más allá de sus ropas o bigotes o peinados, sus ojos destilaban un brillo que se reflejaba también en la sonrisa franca de cada uno .

Y yo sentada en una silla observando un cuadro al que me sentía incapaz de integrarme y sin embargo al que envidiaba de alguna manera.

Fue entonces que comencé a cuestionarme y me pregunté con cierta nostalgia: ¿Por qué fui perdiendo mi capacidad de disfrutar como están disfrutando ellos? ¿Qué es lo que me impide sumarme a ese bailoteo, reír con los demás, moverme – no importa si con o sin ritmo-?

¿Qué es lo que me tiene atada a esta silla en lugar de saltar al ruedo y ser una más en ese maremágnum de risas y movimiento?

Compleja situación que daba vueltas insistentemente en mi cabeza, hasta que afortunadamente se interrumpió con la entrega de premios, ya que mi sobrino logró el Segundo Premio Provincial.

Imbuidos de esa alegría, regresamos entre fotos, besos y abrazos, y seguimos el festejo en familia.

Me queda hoy el sabor agridulce de aquel domingo, el que me hubiera gustado disfrutar más en plenitud, dejando volar un poco más mis sueños y mis ilusiones, en lugar de encerrarme en no sé qué tontas y tantas preocupaciones…