Amorfímero: Para ver y no mirar

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El transporte público es por lejos el espacio por excelencia para comunicarnos sin palabras. Pretendo quebrar ese silencio verbal y analizar ese juego de miradas cruzadas, ignoradas y susceptibles de contener la más auténtica muestra de naturaleza humana, que todos ignoramos especialmente cuando algo, o para este caso, alguien, nos llama la atención.

A diario salimos de nuestras casas y vemos personas de las que no sabemos absolutamente nada. Nos movilizamos hacia nuestro destino, programados con cierta ansiedad que solemos confundir con nuestro estado natural. Algunos miran el piso, preocupados y dudosos, mientras se muerden el labio y sus pupilas se agrandan con las inquietudes alimentadas de una creciente inseguridad; otros miran para arriba con carcajadas sutiles que un recuerdo reciente les dejó. Pero a la mañana, la mayoría de las personas comparte una cara larga y  estirada por las ojeras que una ducha se esfuerza por borrar a diario. Si bien la misma no dura todo el día, siempre aparece en el mismo lugar: el transporte público.

Nos tomamos el bondi, el subte y algunos preferimos poner en riesgo nuestra vida arriba de una bici para pedalear en medio del tráfico de la capital bonaerense hasta donde deseamos llegar. Una vez absorbidos por la distracción que implica subirnos en cualquiera de los anteriores medios de transporte, encontraremos a los demás pasajeros realizando exactamente el mismo ejercicio: Perdiendo el tiempo en un divague direccionado por la mirada. Cuando de repente, en ese divague direccionado encontramos otra mirada.

El cruce de miradas usualmente tiene una vida anterior al cruce mismo. Se trata de un pálpito propio estimulado por los sujetos en cuestión; es una tensión latente que se manifiesta por un presentimiento de ser observado y de disfrutar ser observado. Es clave considerar que la mirada no se manifiesta con un roce o un deslice sensible, pero genera una tensión tal en el sujeto observado que vuelve pesado el aire que se respira. Pero la tensión misma no tiene forma, por ende es amorfo.

Y así, a través de un consenso telepático, los sujetos cruzan sus miradas; manifestación de una vibración puramente humana y desafiantemente natural. En este momento, los sujetos en cuestión abandonan las realidades que los esperan en la parada del subte, del bondi, o de la siguiente pedaleada de bici. Se encuentran por primera vez, mirándose e imaginando una vida distinta. Los sujetos ven en la mirada del otro, el nostálgico recuerdo, de una persona que conocieron hace mucho tiempo. Vislumbran un borroso sueño melancólico que alguna vez fue para cada uno la definición materializada de su contraparte perfecta; visión más cercana de la concepción utópica del amor. Más increíble aún es pensar lo corto que es este momento.

Quizás son fracciones de segundo que a diario ignoramos y no valoramos por encontrarnos envueltos en las rutinas del día a día. Es así querido lector, que considero que es en lo efímero que encontramos la belleza de las cosas.

Paulo Srulevitch
@PauloSrulevitch